jueves, 30 de julio de 2009

El hombre perfecto



Estaba desnuda y le faltaban los brazos. Colgaba hacia fuera del contenedor de basura, con las piernas metidas en el recipiente hasta las rodillas, cabezabajo, la larga cabellera pelirroja rozaba el asfalto, los ojos azules abiertos de par en par. Era muy atractiva, blanca de piel, con unos bonitos pechos, pequeños, con pezones grandes y sonrosados.



A esas horas no había nadie en la calle, de modo que fuí al coche, saqué dos mantas, envolví el cuerpo y lo subí a casa. La metí en la cama y la tapé cuidadosamente. Esperé sentado frente a ella hasta que dieron las nueve y media y bajé a comprarle ropa. Fuí en mi coche hasta el centro. Le compré ropa interior y zapatos de tacón de color negro, unos pendientes de plata y perfume. Conduje a casa impaciente, ansioso por ver a mi chica y darle una sorpresa.



Al llegar, aún estaba acostada. Me costó mucho trabajo incorporarla en la cama. No era muy manejable y como no tenía brazos le costaba mantener el equilibrio. Con esfuerzo, le puse el sujetador, las bragas… La dejé sentada en el colchón, apoyada en el respaldo de la cama. Fuí a la cocina y preparé el desayuno. Exprimí naranjas, hice café y tostadas. Puse todo en una bandeja con cuidado.



- Sorpresa, cariño - dije.



Ella miraba a la pared con terca fijeza. Tomé asiento a su lado poniendo la bandeja entre nosotros.



- ¿No me dices nada?. Sé que estás aturdida, cariño, es normal, has pasado la noche en la basura.



Desayuné copiosamente, pero la pelirroja no tocó nada. Normal, ¿cómo iba a tener hambre?. Había sufrido una experiencia traumática, allí, sin brazos, colgando de un contenedor de basura, rodeada de todo tipo de inmundicias. Comprendí que aquello no iba a ser fácil. Aparté la bandeja con cuidado y apoyé mi mano en su muslo derecho.



- Que fría estás, cielo - dije.



Me tumbé horizontalmente y puse mi cabeza en sus piernas. No me iba a acariciar la nuca, no tenía brazos. Pensé en la manera de calentar de alguna manera aquel cuerpo, froté sus pantorrillas suavemente. Nada. Besé sus piernas. Nada de nada. Busqué entre los muslos y sentí agradecido que no hacía mucho que se había depilado. Sin mover la mano de allí, subí hacia su cara, lamiendo cada rincón del frío cuerpo hasta llegar a los labios. Introduje mi lengua tímidamente, tropezando con la dentadura y saboreé su interior.



A pesar de recibirme dentro, estuvo ausente, lo que no fue obstáculo para que pasáramos horas pegados uno al otro. Pero no pude evitar echar de menos que me abrazara. Aún así, seguí amando a la chica pelirroja hasta la hora de la comida.



Volví a vestirla, le puse ropa interior limpia y cubrí su cuerpo con el perfume hasta casi vaciar el frasco.



- Voy a hacer la comida – Le dije.



Cuando terminé, ella yacía en la misma postura que cuando la dejé. Llevé su cuerpo en brazos al comedor. A pesar de mi empeño, no se sostenía en la silla. Me quité el cinturón y amarré su torso al asiento. No probó bocado, como siempre.



- No entiendo por qué no me haces caso, cielo - dije.



Quizá no fuí lo suficientemente diligente en la cama.



Escuché que llamaron al timbre.



- Un segundo, cariño - me disculpé y fuí a la puerta.



El visitante insistió varias veces ding-dong, ding-dong, ding-dong...



Abrí. Era un hombre de unos cuarenta años, bajito y algo espeso. Llevaba en la mano izquierda, una bolsa de basura.



- Se llama Juana. – Me dijo-



- ¿Juana?.



- La mujer pelirroja, se llama Juana.



Silencio.



El hombre adelantó el brazo ofreciéndome la bolsa de basura.



- Creo que echará en falta ésto - dijo.



- No entiendo.



- Cójalo. Tiene unas manos preciosas.



Cogí la bolsa y el hombre se largó. Cerré la puerta. Sentí la sangre golpeándome las sienes a mil por hora. Encendí la luz del pasillo. Abrí la bolsa.



Los brazos de Juana terminaban en unas elegantes y finas manos con las uñas pintadas de rojo. En la mano derecha, el dedo anular lucía un anillo de oro. Sonreí, feliz ante mi suerte. Saqué los brazos, besé aquellas hermosas extremidades y sentí que, por la noche, alguien me abrazaría.



Texto: Jorge Matías Gómez Arancón

jorgegomezarancon@gmail.com

Lee mis labios


Silencio.
Ni una palabra.
No te pienso regalar ni el aliento que transporta mis ideas. Aquí tienes el desprecio silencioso que has comprado con tus gritos. Ahora mis pupilas se dirigen a las tuyas, no me hagas hablar.
Maestro que retuerce mis palabras afilando sus acentos macerados en veneno de tu savia negra. Me enseñaste que un sonido es el hueco que descubre la diana vulnerable de mi ser venido a menos, de esta mente que resurge tras el muro que por fin alzó el silencio.
Te amenaza mi boca erguida que atesora tras sus puertas el clamor del poder mudo que socava tus defensas. Sé que entiendes lo que dice a pesar de su silencio, que prefieres oír gritos que acrediten este duelo tramposo a observar cómo encaja altiva otro golpe pronunciado en tu cruel dialecto.
Se acabó salir herida por querer que me entendieras. Ya no gasto más saliva en discursos coherentes destrozados en tus manos, convertidos en retales de palabras balbucientes tras el filtro de tu oído.
Hoy asisto impasible al último fusilamiento de mi orgullo, mordiéndome la lengua para que te jactes cobarde de pegarme el verbo de gracia.
Dicho está lo que está dicho. Y, a partir de ahora…
Ni una palabra.
Silencio.

domingo, 26 de julio de 2009

Morgana


Azufre. Ojos de sapo, sangre de dragón.
Morgana revuelve su caldero de envidia y poder, se disfraza de dulce ancianita que ofrece su manzana envenenada, de rey victorioso, de niño desvalido.
Abracadabra. Las culebras se retuercen en su alma oscura y clavan sus colmillos ponzoñosos en sus carnes, que se deshilachan clamando por ser eternamente jóvenes.
Corazón de colibrí, hielo estelar, humo de cuerno de macho cabrío requemado, los peores deseos para ti, que tu sufrimiento sea eterno, como mi gloria.
Pata de cabra. Su maleficio se extiende con volutas pestilentes, empapa su cuerpo de reina venida a menos, tiñe sus ojos de oro y sangre.
Que el hielo sea tu prisión, la prisión de mis enemigos, que mi reino no tenga límites… espinas de rosal, cantárida y mandrágora… que la juventud ilumine mi cuerpo para siempre…
-Vamos, vamos, tía Maruxa, deje ya de revolver con las hojas secas, que es la hora de su medicina.
Morgana lo mira airada desde la sima de sus ojos, desde su prisión de carne anciana.
¡Que las babas de mil sapos cubran tu boca, que tus dedos se desmoronen como barro seco, yo lo ordeno, por mi poder!
-Solo un buchito, tía Maruxa… así…
Morgana abre sus terribles fauces de hechicera y traga la pócima, la mirada relampagueando de ira.
Abracadabra…
-Vamos, tía Maruxa, apóyese en mi brazo. Salgamos a dar un paseo por la rosaleda…
Pata de cabra…
Morgana se aferra al brazo del enfermero y da dos pasos vacilantes.
Merlín ha ganado esta batalla- piensa, amarga- pero ella vencerá la guerra.

Texto: Ana Joyanes

Verano


Bajo el ciruelo
Sofía escoge la hoja
Luego atardece







Texto: Ana Joyanes

 
Design by Wordpress Theme | Bloggerized by Free Blogger Templates | coupon codes