miércoles, 19 de agosto de 2009

Los cuervos

La garganta del barranco no era una zona de cuervos. Más bien estos solían frecuentar lomadas más altas, alejadas de aquel lugar, y donde crecían los jarales. Por lo que la muchacha cuando avistó a la bandada de pájaros negros sobrevolando el desfiladero, no pudo evitar percibir en ello un mal presagio...
Dos hombres bajaban por el sendero del barranco. Iban con prisa, y no por acortar el tiempo de vuelta amenazado por el atardecer, sino por huír veloz de aquel lugar y de su gente. Dejaban atrás la aldea a la que habían llegado hacía unos días con la intención de inspeccionar y valorar sus bienes. Era un poblado aislado rico en pastos y frutales, de alegre prosperidad, y cuyas gracias había dejado enardecidos a los dos hombres. Ellos, sin embargo, con el fin de prodigarse con aquel que los había contratado, habían optado por responder al buen acogimiento que les ofrecía la gente de la aldea con una actitud exigente y autoritaria. Sólamente se vieron alterados las pretenciones ante la presencia de aquella muchacha. Ella estaba sentada en un rincón de la habitación, y mientras el hombre más alto y rubio hacía afan por inventariar su casa, ella lo embestía con una mirada desafiante e impetuosa propia de su juventud. Tenía los ojos negros y vestía prendas prietas y varoniles. El hombre no podía dejar de mirarla y de seguirla tras sus movimientos.
En el valle solía reinar un silencio hueco roto a veces por los graznidos de las aguilillas, o por los balidos del ganado. La muchacha silbaba con sus dedos regordetes, luego saltaba ligera como un podenco haciendo sonar sus pulseras y abalorios. Fue el sudor de su cuello, el olor que desprendió al levantar el pelo lo que terminó por enloquecer aquel hombre. Entre los dos la atraparon, y a golpes la aplastaron contra la tierra dejándola al final quieta y muda. Y la vieja se acercaba con gritos y sollozos, y levantaba violentamente su palo amenazándolos. La gente comenzó a salir de sus casas, y ellos echaron a correr mirando atrás, e intuyendo que jamás saldrían de allí.
La tarde avanzó y con ella la niebla que se desbordó como una catarata. Los dos hombres se encontraron de pronto inmersos en la bruma, colgados en el abismo de aquel barranco, y ciegos. Los aleteos de unas aves comenzaron a sonar sobre sus cabezas, luego sus garras quisieron posarse sobre ellas, y a picotazos los hicieron caer: primero uno, después el otro. Y Dios que si gritaron, los alaridos se escucharon hasta el amanecer.

Texto: Dácil Martín

5 comentarios:

erato dijo...

Me encantó. Perfecta esa descripción del lugar y de lo que aconteció.He podído sentir muchas de las sensaciones que transmites.Un saludo

La Esfera dijo...

Erato, Tener un lector en La Esfera como tu es un honor. Esperamos que sigas entre nosotros.

dácmar dijo...

Gracias erato. Me alegro que te haya gustado. Saludos para ti también.

FranCo dijo...

El sonido de pulseras y abalorios, el aleteo de aves... muchas imágenes que se huelen y que se pueden escuchar en este texto.
Definitivamente dácmar me gusta tu texto

Anabel dijo...

Y es que el olor influye sobremanera en nuestra forma de reaccionar.

En este caso es el detonante de una execrable acción.

Muy bien narrado.

Saludos,

Anabel, la Cuentista

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